Bogotá es una criatura de constantes alteraciones. A veces se ensancha, crece, se desborda de sus límites. Otras veces se empequeñece y se borra; se fractura para dar lugar a drásticas transformaciones enmascaradas en la idea del progreso. No solo los vivos se ven afectados por estas transformaciones urbanas, también los muertos sufren con este continuo trasegar; o, dicho de otro modo, las lógicas de segregación que ordenan la ciudad de los vivos se desdoblan en las necrópolis bogotanas. «La Bogotá de los muertos. Borraduras y permanencias en el Antiguo Cementerio de Pobres» analiza la manera en que el orden social traspasa los límites de la vida para instalarse también en la muerte. El texto se concentra en la exploración de un espacio funerario que, a pesar de hacer parte del Cementerio Central y colindar con su parte más apreciada, ha sido desestimado por las políticas de la memoria y violentado por los planes urbanísticos. La zona de la Elipse y el Trapecio del Cementerio Central resguardan desde el siglo XIX a los muertos "ilustres" del país, con sus mausoleos y sus nombres claramente legibles. De forma opuesta, el costado occidental, donde estaba ubicado el Cementerio de Pobres, acogió la muerte de las vidas menos "respetables", aquellas signadas por una causa de muerte, religión o condición social que avergonzaban y no merecían ser recordadas.